NO PODEMOS SEGUIR LLAMáNDOLO TURISMO

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No podemos seguir llamándolo turismo

Es innegable la relación entre la avalancha de extranjeros y el bullicio de una rumba que enmascara esta modalidad de reclutamiento ilegal de adolescentes.

Yolanda Reyes

“Yo creía que Venezuela era el único país. En ese tiempo yo ni sabía que había países”. Así comienza la historia que me leyó una adolescente en un colegio de Medellín. En esta ocasión los estudiantes no me dieron flores ni me dibujaron con pasteles, pero, a cambio de las historias que leí, ellos me leyeron las suyas: ¡no hay mejor regalo entre lectores y escritores! El relato de la niña se sitúa a los ocho años. Tenía una casa, dos perros, un gato y una familia –lo escribió en ese orden–, cuando la llevaron a despedirse de su abuela porque se iban a Colombia. Los perros se quedaron encerrados, para que no corrieran detrás de ella, pero luego supo que pasaron muchos días buscándola por el barrio.

Aunque los detalles de la despedida y el tránsito de la niña por tierras que recorrió a pie son conmovedores, su relato de la llegada a Colombia es más preocupante. La descripción del hacinamiento del inquilinato y del pavor de entrar a un baño sórdido, compartido con todo tipo de gente, conecta la situación de las niñas migrantes (y locales) con los riesgos del abuso sexual. Como ella, muchas niñas, niños y familias crecen con miedo al abuso sexual, y lo que se está viendo en Medellín, pero no solamente allí, nos obliga a asumir una corresponsabilidad colectiva.

Una nueva modalidad de secuestro que consiste en “desaparecer” a las adolescentes de sus casas y sus barrios, y llevarlas a vivir con otras jóvenes, para explotarlas sexualmente, nos alerta sobre la trama delincuencial de esta cadena. Para que un(a) menor llegue a una cita sexual con un extranjero en un costoso apartamento, hay una persona que arregla las citas, otra que diseña el vestuario, el maquillaje y el peinado.

Y si a las adolescentes las alimentan, las “preparan” y las entrenan para llevarlas a “trabajar” en alguna zona cotizada de la ciudad, no solo hay gente adulta encargada del transporte, la logística y el pago, sino muchas personas que miran para otro lado en el restaurante o en el bar, en la portería del edificio, en prósperos negocios registrados como “viviendas turísticas” y en variados consumos (legales e ilegales) que florecen englobados bajo ese falso rótulo al que no podemos seguir llamando “turismo sexual”.

Para que un(a) menor llegue a una cita sexual con un extranjero en un costoso apartamento, hay una persona que arregla las citas, otra que diseña el vestuario, el maquillaje y el peinado

Está claro, por supuesto, que hay muchos atractivos que no tienen que ver con los delitos sexuales en Medellín (ni en tantos sitios de Colombia), pero es innegable la relación entre la avalancha de extranjeros, la circulación excesiva de dinero, el encarecimiento de la ciudad y el bullicio de una rumba que aturde y enmascara esta modalidad de reclutamiento ilegal de adolescentes.

“Yo antes hacía una ruta escolar y, si acaso, conseguía tres millones de pesos al mes, pero ahora llevo a doce turistas de paseo y cada uno paga veinte dólares; esa cifra es un chiste para ellos. Me gano un millón por viaje, y a veces hago varios al día”, me dijo el propietario de una buseta.

Celebro que le vaya bien, pero pienso en ese eterno desequilibrio entre lo educativo y lo lucrativo que está en el fondo de los reclutamientos ilegales. En medio de ese ruido de fiestas, licor, drogas, dinero y publicidad, los más jóvenes nos están pidiendo ayuda y, bajo el ruido, nos cuentan –otra vez, una vez más– su vulnerabilidad que reclama una articulación entre Estado y sociedad para asumir la obligación de protegerlos.

Entonces cobran valor las formas de hacer audibles las voces inaudibles: los maestros, la escuela, las fiestas de los libros las culturas, los deportes, los espacios públicos y todas las rutas institucionales para acompañar a los niños y a las familias. Dar palabras para llamar las cosas por su nombre, como lo hacen tantos jóvenes, requiere de una sociedad dispuesta a escucharlos.

YOLANDA REYES

(Lea todas las columnas de Yolanda Reyes en EL TIEMPO, aquí)

Yolanda Reyes

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